Molière, ese kamikaze

Por Diego A. Vicente

misantropo-foto-eduardo-morenoDecir siempre la verdad sólo conduce a la miseria. Bien lo sabe Alcestes, el desventurado protagonista de Misántropo, representada con enorme éxito el pasado fin de semana en el Teatro Central de Sevilla. Inevitablemente Alcestes será untado de pleitos y casi descerrajado de la sociedad debido a su afán por desenmascarar la mentira y la vanidad, por su cruzada insensata contra la cobarde adulación del poder.

Es hipocresía lo que Alcestes recrimina en la primera escena a su compadre Filinto, quien le aconseja desde el corazón que haga un uso más práctico de la verdad, con tal de no encontrarse siempre porfiando.

“El que a todos odia, se odia a sí mismo”, le dice Filinto.

Pero Alcestes ha emprendido una huída hacia adelante. No se ve a sí mismo como héroe ni como un redentor, sino como alguien que, muy a su pesar, es incapaz de mentir, ni siquiera es capaz de matizar sus opiniones para hacerlas más digeribles para la sociedad.

“El cinismo es el arma de los miserables”, corresponde Alcestes sin tregua.

El conflicto reside en el amor de Alcestes hacia la joven Celimena. Un amor contradictorio porque su amada trabaja y vive para medrar entre los poderosos, deambula con gracia por la cúpula de los que atesoran los secretos –Clitandro, que bien podría ser el director de un periódico-, los que ostentan la simpatía y el reconocimiento público –el pagado de sí mismo Oronte que pretende iniciar una carrera musical tras triunfar en los negocios- y, por supuesto, los políticos –Arsinoé, acaso trasunto de cierta política conservadora-.

Y en ese circo de bestias Celimena empeña todo su encanto y su belleza. Se sabe deseada por todos y para mantener el favor de los poderosos entra en el juego de flirteos, de ceremonias menores, de corruptelas concupiscentes. Testigo doloroso de todo ello es el soliviantado Alcestes, resuelto de una vez por todas a apartar a Celimena de las garras de los infames.

Del Arco y Compañía

misantropo2Basado libremente en el original de Molière, el texto ha sido adaptado por Miguel del Arco, que ha hecho fast-forward desde siglo XVII hasta la actualidad, para dejar que los diálogos repujados de ingenio y cinismo, de cobardía y pasión, se abran paso a través de los conflictos actuales. El estado de corrupción y latrocinio parece conservarse inalterado a través de los siglos, como mano de santo.

El director ha contado para ello con siete intérpretes en su mayoría habituales de las entregas anteriores de Kamikaze Producciones. Israel Elejalde da vida a Alcestes, hombre orquesta de la contradicción, con una interpretación portentosa de un desgaste emocional (y físico) impactante. Los diálogos son vertiginosos y recorren una sinuosa escala interpretativa que lo llevan desde la exaltación afectiva hasta la derrota moral. Celimena está interpretada de manera prodigiosa por Bárbara Lennie, inagotable en el uso del encanto, el ingenio y el ardid pero también capaz de mostrar debilidad ante el amor de Alcestes. Filinto (Raúl Prieto) y su mujer Elianta (Miriam Montilla) aportan el contrapunto a la desmesura del resto de los personajes. La tropa de poderosos e inquisidores: Oronte (Cristóbal Suárez), Clitandro (José Luis Martínez) y Arsinoé (Mauela Paso) está bien dibujada y articulan muy bien su discurso de malas lenguas y de cómo funcionan los resortes del poder.

Los cubos de basura del poder

Del Arco ha ideado un montaje novedoso y chocante, haciendo un uso inteligente de las proyecciones (muestran la introspección de Alcestes), de la música y el espacio. La escenografía consta de un único escenario: un lóbrego callejón, con cubos de basura y cajas de botellas vacías, y la puerta trasera de la discoteca donde las altas esferas celebran una fiesta. Nada vemos de lo que ocurre dentro, únicamente nos llegan sus ecos sofocados. La puerta trasera subyace como la cara oculta del poder: lo que nadie quiere ver porque se sabe que es sucio, pero que inevitablemente existe y del Arco le da aquí su importancia.

Es difícil ver un poco de optimismo en esta obra de Molière ya que parece concebida como una denuncia; una crítica certera y abierta contra los poderosos. Tal vez lo sea también contra la inacción de los oprimidos.

“Todo el mundo aporta su granito de arena a la corrupción de este siglo”.

Es un placer poder contemplar un espectáculo de semejante calidad y altura. Está en nuestra mano que no acaben también con el teatro.