‘Niños en el tiempo’: en los límites de la realidad

Por Daniel López García

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Cuando el lector accede a las obras de Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) tiene la sensación de que la visión que el escritor ofrece de la realidad del ser humano se contiene entre dos márgenes a los que dan forman el arte y la vida. En ambos límites se manifiesta una misma raíz profundamente humana y su relación parece dar forma al mito de Narciso: mientras que uno testimonia el caos del devenir en términos absolutos; el otro refleja el esfuerzo por su aprehensión y el ansia de conocimiento, al mismo tiempo que exhibe su mera condición de aspiración y la incapacidad para apropiarse de su contrario. Si el margen de la existencia vence al de la ficción en la medida en que se muestra perfecto y definitivo; el del arte se revela como la mejor forma de acceso a la vida, siendo capaz de mostrar el interior de las personas a través de sus variadas expresiones y abigarrados matices.

niños en el tiempoEn esa relación especular se expresa la relación inextricable entre ambos límites revelando  un carácter común presente desde sus propias génesis: tanto el acto de creación de vida como el de arte no se pueden entender más allá de su consideración de dones para la dicha del hombre, entendiéndolos como bienes o regalos. Tanto uno como otro existen en la medida en que el ser humano tiene la capacidad de producirlos, aunque, si bien se pueden entender como disposición de una forma universal, solo unos pocos logran perpetuarlos superando la perspectiva de la mera procreación o supervivencia en uno o el carácter de oficio o trabajo en el otro. Al mismo tiempo, desde otro ángulo que sigue redundando en esa radicalidad humana, se manifiesta de forma general la aptitud en las personas para disfrutar de ellos. De esta forma, el devenir de los seres humanos, contenido en el paréntesis que va de la vida al arte, dependerá en gran medida de cómo nos recreemos, de la conciencia que de ellos mantengamos y de las decisiones que se deriven al respecto. Este marco, que supongo común a las obras de Menéndez Salmón y que se encuentra de manifiesto sobre todo en las dos últimas –La luz es más antigua que el amor y Medusa-, sigue siendo el motor de su última novela Niños en el Tiempo (Seix Barral, 2014).

Si en La luz es más antigua que el amor el escritor daba inicio a una trayectoria en la que se cuestionaba por el sentido del arte como reflejo de la supervivencia del ser humano dentro del caos al que está sometido, en Niños en el tiempo se centra en el margen de la vida, en su sentido y en la capacidad y dificultades para sobrevivirla. El libro se divide en tres partes claramente diferenciadas que pueden correr el riesgo de funcionar como relatos autónomos –‘La herida’, ‘La cicatriz’ y ‘La piel’– si no fuera por ese marco conceptual que las contiene. Esa estructura tripartita lleva al lector a través de una gradación ascendente que parte de un hecho concreto, que muestra el carácter trágico  de la vida y marca el acontecer de  los personajes en el primer relato, hasta una visión más amplia del sentido general de su existencia, materializada en la historia de uno de ellos y la relación que establece con la realidad que le ha tocado.

‘La herida’ comienza con la muerte de un niño de apenas dos años de edad que da pie a la historia de Elena y Antares. Para estos padres amputados este hecho revela el sentido contradictorio de su devenir, manifestando su naturaleza trágica: “la oscuridad existe, pero la vida continua” [26]. Por tanto, la vida como don se impone con todas sus contradicciones y muy pocas posibilidades, y Antares y Elena se ven obligados a lidiar con la suya poniendo en cuestión la propia viabilidad de su proyecto: “Despedirse del equipo médico, recoger las ropas que ya nadie usará, liquidar cuestiones prácticas con los encargados de la funeraria. No es una tarea hecha a medida humana. O sí. Es humano, demasiado humano” [17]. Y de esta manera, en esta primera parte Elena y Antares mostraran sus capacidades e incapacidades para disfrutar de la existencia que les queda y de las que derivaran unas consecuencias en relación a cómo la afrontan.

La segunda parte, ‘La cicatriz’, convierte en literatura la infancia de Jesús de Nazaret, que se transforma en la estrategia de supervivencia del personaje de Antares, cuestionándose su propio sentido, el de la literatura y la palabra. Ya en ‘La herida’ el personaje se interroga sobre ello: “Y se dijo que quizá la literatura no fuera sino otra forma de religión, otra práctica supersticiosa mediante la que se combatía a la muerte con un arma fantasmagórica: la palabra” [55]. Es en esta parte donde se establece una mayor conexión con el margen del arte en el sentido del devenir del ser humano. Por un lado, disiente sobre el papel de la religión en la búsqueda de sentido en la vida que Ricardo Menéndez Salmón resuelve a favor de la literatura frente a esa palabra revelada: “despejemos el camino de zarzas ardientes” [111]. Frente a la incapacidad de la religión caracterizada por su carácter prescriptivo, determinando qué es lo que se debe hacer y planteando una relación univoca entre el hecho y el significado; la literatura emerge como medio de acceso a la vida entendida como misterio “porque hay cosas que no se pueden decir, solo se pueden mostrar” [127]. El personaje de Antares, escritor de ‘La cicatriz’, manifiesta la incapacidad de la palabra para apropiarse de la vida “¿Es posible que la vida quepa en esos caracteres en los que la escritura se encarna?” [130]. A pesar de ello, se refugia en la literatura como medio de sobrevivir a la desgracia y revela una enseñanza que deriva de esta: al igual que lo relatado es falso, la vida solo tiene sentido como relato que evocado desde el recuerdo y por mediación de la memoria, es recreado como una mentira, y esa será su tabla de salvación.

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La tercera y última parte, ‘La piel’, cuenta la historia de un Antares maduro que se presenta como Antonio, en un encuentro con otra Helena, fonéticamente igual a la anterior y gráficamente diferente por una H, portadora de una nueva vida. A esta otra imagen de Elena hará entrega de ‘La piel’, el relato de su conflicto y redención. Esta historia le servirá como cierre al libro para reflejar que a pesar de la adversidad de la vida y sus desgraciados hechos, desde una perspectiva más amplia, estos no llegan a ser más que anécdotas frente a la existencia en sí, que siempre se impone de manera irremediable. Asimismo, en este capítulo se expresa que a pesar del fracaso de la imagen o la palabra, puestos en cuestión en ‘La cicatriz’, en ‘La piel’ se manifiestan como lo único que le queda al ser humano para sobrevivir al enfrentamiento con su realidad: “la palabra y la imagen son fracaso, sí, son condena pero (…) han sido, son, serán siempre el último, el único, el irremediable equipaje” [216]. Es en este capítulo, con la fuerza de la acumulación de los otros dos, donde se vislumbra la única sabiduría de la existencia digna de deseo por el ser humano y que se repite como un mantra en sus obras anteriores: la humildad, la humildad que es interminable, la humildad como virtud de conocimiento de las limitaciones y debilidades, en el arte y en la vida, para obrar de acuerdo con ese conocimiento.

Y así es cómo Ricardo Menéndez Salmón ha ido componiendo una obra tan contradictoria como la realidad que la circunda, compleja pero al mismo tiempo próxima, convirtiéndolo en uno de los mejores narradores actuales. Por un lado, porque destaca en ella la profundidad de calado de su visión del mundo hasta el punto de alcanzar el nivel de ensayos que envuelven las más hondas cuestiones de la existencia humana; y por otro, porque su forma narrativa, con la introducción de la acción como motor que desarrolla a unos personajes en un espacio y tiempo concretos, consigue que estas ideas vayan calando en el lector a partir de una prosa ágil y contundente.

[+] Fotografía de Ricardo Menéndez Salmón de Eva Ervas