Qué bonito el campo

Por Diego A. Vicente

Por-si-se-va-la-luz-Lara-morenoY mira que lo decía Sr. Chinarro: «Campo, qué bonito el campo, vamos con los niños y con las mamás». Pero no. No parece tan fácil dejarlo todo, coger la chistera y marcharse. Es enorme nuestra incapacidad para resumirnos en el maletero de un coche y tirar millas. No obstante, según pasan las páginas de Por si se va la luz vemos que esa indecisión resulta ser un buen carburante para alejarnos. Al final es manifiesto que lejos de casa hay un desfase entre quienes somos y quienes creíamos ser.

Por si se va la luz (Lumen, 2013) es la primera novela de Lara Moreno (Sevilla, 1978), un texto ambicioso y con multiplicidad de voces con el que la autora demuestra que tiene una escritura muy valiosa y nada acomodaticia; visceral cuando lo requiere, de corriente reflexiva, lúcida para el pormenor y exquisita en la metáfora. Pero también tóxica por los metales pesados que utiliza en sus indagaciones psicológicas. Como en los buenos relatos, en Por si se va la luz hay mucho más de lo que está escrito.

Nadia y Martín son una pareja joven con una existencia contemporánea (abúlica tirando a abrumadora). Martín trabaja para la universidad (sin cobrar, valga la redundancia) y Nadia pertenece al mundillo artístico tocante. Martín la convence y contacta con la Organización que les procura una casa en un pueblo semiabandonado donde podrán instalarse sólo a cambio de sus propias fuerzas para sobrevivir. La confrontación con el medio rural es inmediata y les obliga desde el primer momento a verse con otros ojos.

«Si yo no la acompaño ahora, si no la cuido como si fuera una enferma, tardará más en salir de la cama. La conozco. […] Tiene lo suficiente allí como para no querer abandonarlo, pero aquí está, a mi lado, tumbada en una cama, hecha un ovillo, con el pelo sucio y ojerosa, con olor a depresión: ahora es famélica al tacto. Está fea»

Martín pretende desmantelar a la antigua Nadia de la que él es el último testigo: desenmascararla de una vez. Retirar el precinto de lo urbano, de ese mundillo artístico, que para él es accesorio, como todo lo que no nace de la tierra. Pero Martín no podía prever las relaciones con los habitantes del pueblo y cómo iban a cambiar el rumbo de la partida.

Lara Moreno reparte los roles de los habitantes como cartas del tarot. Personajes demasiado reales para que el lector sienta empatía con ellos en las primeras páginas, pero significantes de un simbolismo atávico como pueda serlo un hacha, el ahorcado o la siega. Damián es un viejo que sólo atiende a los dictados de la memoria, los mismos dictados que la vieja Elena se esfuerza en acallar. Pero en ambos casos la conciencia de la vejez está fumiga silencio y rencor. La parquedad de la vida ya estéril de los viejos se sabe indispensable para que los que llegan ocupen su preciso lugar.

Con un movimiento suave, cargado de estilo, la autora introduce las negruras psicológicas en la trama con la aparición de Enrique, dueño único del bar del pueblo. Amante de la poesía y con pasado turbio, Nadia se verá obligada a reconsiderar su ideal de hombre. Por mediación de Enrique, Lara Moreno nos sumerge en pasajes que retumban como tambores enemigos:

«Imposible escapar de la violencia.

Nadie obedece a un filósofo y sin embargo a mí sí me obedecen. Nuestro

pequeño ejército, mi única propiedad. Ni siquiera esa.

Sí soledad. Sí todo ese juego de amigos muertos».

La autora alterna los capítulos en primera persona, en los que escuchamos la voz de cada uno de los personajes, amplificando así la subjetividad, con otros en tercera persona y narrador omnisciente. En estos capítulos Lara Moreno tiene el acierto de tomar serena distancia –que no altura– y trata a los personajes como meros apóstrofos de la naturaleza. Parece que sea una voz antigua la que ilumine los hechos, conocedora de lo efímero del hombre (y del perro), tanto que casi ni siquiera se molesta en los nombres propios. Es una inteligente manera de hacer reverberar la indiferente violencia del paisaje sin necesidad de grandes esfuerzos del lenguaje: un membrillo se presenta con la dureza de un monolito o un prado es fiel reflejo de las estaciones. En este caso sólo dos: Invierno y Verano, los epígrafes en los que se divide la novela (otoño y la primavera son sin duda maquinaciones de El Corte Inglés).

La escritura de Lara Moreno conquista la brutalidad con delicadeza, pero dejando un poso de amenaza en el fondo del texto. Un mal augurio que se confirma tras la escena final del primer acto. Único momento en el que todos los personajes coinciden en el mismo lugar en el mismo momento.

La prosa nunca resulta evidente y cuando más transparente parece deja caer una metáfora imprevista que llena de fango moral todo lo anterior.

«Nadia enciende un cigarrillo, una pequeña luz nueva asoma entre el engrudo. Mientras fuma, le habla con un tono de voz distinto pero menos agotador. Ahora escoge las palabras y las expulsa a través de sus labios hinchados de medusa caliente».

Más que una confirmación o un hallazgo, Lara Moreno es firme presente de la narrativa española y Por si se va la luz un comienzo brillante que no se ha de pasar por alto.