No era danza, era MOPA
Por 11 julio 2013
No era danza, era otra cosa. Ayer, la compañía Sevillana MOPA volvió a representar su Acostumbrismo en el teatro Romano de Itálica ante un público que atendía estupefacto a lo que sucedía en el escenario. Mas de uno decidió abandonar el recinto, otros hicieron gala de una absoluta falta de respeto y prefirieron quedarse para hacer comentarios jocosos sin medir el tono de su voz. Incluso había un niño que se atrevió a preguntar, en su inocencia, un mamá, qué van a hacer. El resto, molesto con el ruido que salía de las gradas, mandaba callar para poder disfrutar del desconcierto que producía la obra.
MOPA es una compañía sevillana que nació en 2002 como fruto del trabajo de Juan Luis Matilla, un viejo conocido de los amantes de la música de Pony Bravo, con los que ha colaborado en varias ocasiones. Como pasa con los Pony, su obra genera todo tipo de controversias, y no admite términos medios: o te parece una genialidad o la odias a muerte. En cualquier caso, es importante destacar que MOPA es un grupo basado en la creación colectiva, que bebe de la danza contemporánea y, sobre todo, del mundo de la performance, y lo hace, como no podía ser de otra manera, con mucho humor. La compañía lleva más de diez años de trayectoria a sus espaldas, en los que ha desarrollado buenas propuestas, cosechado grandes triunfos y recorrido varios países. En esta ocasión, el grupo visible estaba formado por el propio Juan Luis Matilla, bien acompañado por Fran Torres, más conocido por su faceta de actor, Clara Tena y Élida Dorta, ambas grandes bailarinas con experiencia en el mundo de la performance. A ellos se unieron otros creadores, como Manuel León Moreno, a partir de cuya obra pictórica y conceptual surgió este proyecto, Thomas Hauert, Juan Domínguez y Roberto Martínez.
Acostumbrismo. Una romería a Saint-Tropez parte de los conceptos básicos de la sevillanía más profunda, con sus ritos, sus pasiones y sus paradojas. Esa forma de vida basada en la tradición que muchos han querido identificar con la ciudad hispalense pero que, a fin de cuentas, sólo supone una cara más de ésta, aun cuando se utiliza de emblema. Sus habitantes vuelcan su existencia ante sus vírgenes, y el único ruido que se permite es el de los petardos del Rocío, no sea que se pierda las buenas costumbres. Pero detrás de sus gentes hay mucho más. Los acostumbristas han tenido que cargar con todo el peso de esta tradición, del mismo modo que los «bailarines» cargaron con toda su escenografía para poder avanzar. Sobre el escenario no había penitencia ni incienso, pero sí ambientador y capirotes, convertidos en una suerte de souvenir que enlaza con las maneras sevillanas. La Semana Santa hizo acto de presencia como grabación, y compartió protagonismo con Lole y Manuel, Triana y Silvio, artistas que dieron un nuevo significado a las costumbres que les eran propias. Cuando los actores abandonaron las tablas, sólo quedó en escena un retablo: solo quedó en escena Sevilla.
El mayor problema de esta propuesta, y lo que generó el rechazo en el público, fue que fuese catalogada como danza. No lo era. Era una performance. Puede que incluso fuese arte. Me consta que hubo quien disfrutó de cada elemento, y de seguro que más de uno vivió una experiencia estética. Pero que esta composición compartiese escenario con danza contemporánea como la que días antes interpretó la compañía Martha Graham era algo que muchos no estaban dispuestos a tolerar.
Me da pena por los que abandonaron la obra, ya fuese de forma física o mental, perdidos en sus pensamientos, pues el conjunto ganaba con su cierre. En mi caso, no era la primera vez que aborrecía lo que estaba viendo para, después de paladearlo y rememorarlo, darme cuenta de que, en realidad, lo había disfrutado. Me supo, también, al histrionismo que tantas veces se alaba en otras culturas, y se censura con vergüenza en la tradición propia. Fue una apuesta arriesgada que no les salió del todo bien.