Freud desencadenado
Por 9 junio 2013
Esta es la historia de una mujer con una vida acomodada y nada indecente, una vida que, en principio, nada tiene que ver con los tangos ni con los boleros; una mujer con un marido y unos hijos que simplemente están ahí ocupando el espacio de lo cotidiano –el bulto inevitable de la existencia–. El autor Diego Vaya (Sevilla, 1980) crea una heroína del conformismo –por así decirlo–, a partir de unos trazos tan reales que subliman lo anodino en su incapacidad de saltar hacia lo extraordinario. Pero todo el mundo tiene una historia que contar, incluso ella, que no tiene ni nombre propio porque el autor se lo niega desde la primera línea de la novela: «Ella tenía un rostro común».
Medea en los Infiernos (Punto de lectura, 2013) es la historia de esta mujer, narrada desde el epicentro de su memoria y al borde mismo de su raciocinio. Así pues no pretende ser una novela testimonial sino la narración del hilo de su consciencia. La experiencia subjetiva se confronta con lo externo –lo real– que intuimos, que debemos intuir. Ella acabará siendo Medea, claro (el autor lo tenía todo pensado) pero conforme a esta historia, es bien difícil darse cuenta de que uno se encamina fatalmente hacia la mitología.
Diego Vaya dota a Medea de dos puntos de luz para hacerla brillar como si fuera una pequeña y fascinante constelación femenina: la comprensión profunda de la música y unas manos de una belleza capaz de acallar cualquier intelecto. Y el autor hábilmente utiliza sus virtudes para demostrar justo lo contrario, que algo no funciona bien en ella, como un reloj que atrasa. Y sospechamos que el autor juega con el subconsciente de nuestra heroína –y del lector– como si fuera un proyector, y sombrea las acciones con adjetivos o tinta de rojo sus pensamientos voluptuosos –aunque esto persiste en un código que parece cifrado por Freud, ya que la sexualidad de Medea es una elipsis y su cuerpo parece tener cierre centralizado–.
INTERIOR, NOCHE: MUJER EN LA PLAYA
«Le dolería, rechazaría toda esa felicidad, tal vez incluso un día se arrepintiera, pero algo le pedía que hiciera un último esfuerzo, aunque solo fuera por sus hijos». El matrimonio de Medea parece torcerse irremediablemente y eso la lleva a pasar un fin de semana sola en la playa en el que pretende escribir un artículo sobre música clásica, pero pronto el misterio se va haciendo dueño de su voluntad: una sombrilla y una butaca de nadie abandonadas en la playa.
Escribir desde la memoria es un asunto complicado, porque el recuerdo es tendencioso, es maleable –ni si quiera la fotografía ni la radiografía son capturas objetivas de la realidad–. En definitiva, la memoria puede destruirte o salvarte la vida. La escritura de Diego Vaya lo soporta con talento, pues hace avanzar la historia a medida que siembra de recovecos el camino, sondea las cloacas de la memoria que nacen y mueren en recuerdos y distorsionan la percepción de Medea.
El delirio y el sueño son elementos que la sumergen en un mundo donde la realidad se hace más densa y más irreal («por su piel se alternaban súbitas oleadas de frio y fuego») y adopta la textura espesa de la jungla o de los fondos de pantalla del Windows y Medea se deja tropezar con las raíces de los árboles que le quitan la luz. Así, cuando desde el dolor, Medea recrea la primera noche que pasa con el que será su marido, no sabemos si intenta embaucarnos idealizando el recuerdo, o tal vez sea el recuerdo el que esté siendo sobornado por el deseo.
Como en toda novela de la memoria hay pasadizos y callejones que en ocasiones Diego Vaya nos permite franquear y otras veces tan solo vislumbrar a lo lejos, para que al final la conciencia se aparezca con la forma de una oscura mancha de humedad en el techo.
Medea se asoma a la escalera de caracol, baja, tropieza y cae a uno de cuantos infiernos hay.
Diego Vaya obtuvo con Medea en los Infiernos el XVIII Premio de la Universidad de Sevilla otorgado por un jurado que contaba, entre otros, con el académico Arturo Pérez-Reverte. Bien merece la pena hacerle caso al capitán.