Ocho tragaperras y un corazón solitario
Por 8 abril 2013
En Venecia hay un pequeño café atendido por un pequeño hombre –el desesperado Tráppolo, al que Jesús Barranco aporta ternura y gran fuerza cómica–, al que van a parar con sus infortunios los personajes que derrochan la bolsa y la vida en una casa de juegos aneja, donde las luces parpadeantes de ocho máquinas tragaperras iluminan el destino de los otros ocho personajes convidados a la fiesta, que ambicionan el dinero y todo lo que pensaron que alguna los haría felices. Tráppolo lo observa todo junto a una vieja jukebox, con sus viejas canciones de cowboy, que le traen recuerdos de cuando padeció la fiebre del oro en Arizona. El cantinero observa con pesar cómo la fatalidad envuelve los actos de los otros personajes e intenta contenerla como puede, pero sabe que se expone a ser arroyado por un tren de mercancías.
El Café (La comedia del dinero), producción del Teatro de la Abadía en colaboración con Goethe-Institut de Madrid, nace de una rebeldía. Los actores de la obra y el director Dan Jemmett se comprometieron para hacer económicamente viable este café a costa de su sueldo. La obra había sido dada por muerta al ver esfumarse la subvención ya acordada con las instituciones de Cultura. Es quizás por ello más fiel al espíritu con el que Fassbinder la concibió.
Rainer Werner Fassbinder, gamberro legendario, no adaptó exactamente la obra de Goldoni sino que escribió sobre ella, la manipuló para convertirla en un juguete que se acabara volviendo contra el espectador y contra el propio teatro, fabricando otra cosa desde aquel reducto del antiteatro de Munich. Algo así como hicieron los hermanos Chapman “rectificando” una serie de grabados de Goya pintando encima calaveras y payasos desmembrados. De esta manera, la obra original de Goldoni, enmarcada dentro de la commedia dell’arte italiana, se convierte en un pretexto para subrayar los vicios de una sociedad enajenada por el dinero, que prescinde de la ética para cualquier transacción monetaria, y arroja esta degradación a la cara al espectador, que participa de la obra iluminado en todo momento, soportando a las miradas del elenco, teniendo que ver.
En el cóctel de melones, ciruelas y uvas de las tragaperras pocas veces se alinean juntas las tres campanas, clinc, clinc, clinc; esa probabilidad es lo que le roba el sueño a los personajes masculinos de la obra, aunque esas campanas no suenen a su favor, como el propietario de la casa de juegos Pandolfo –José Luís Alcobendas, muy inspirado en el Robert De Niro de Casino–. La ludopatía consume a Eugenio –Daniel Moreno– acaudalado hombre a quien de su gran fortuna sólo restan unos pendientes de su mujer Vittoria (y busca desesperado dónde empeñarlos). Y ahí estará el cínico Don Marzio –al que Miguel Cubero interpreta con la pausa que requiere un gran villano– para envenenarlos y venderlos y contaminarlos con sus promesas y engaños. En cambio, los personajes femeninos tampoco se librarán de ser arrastrados a la perdición, aunque sólo pretendan conservar lo que ya tenían, como la meretriz Lisaura –rotunda y musculosa en su interpretación Lidia Otón– que sólo ansía el matrimonio con el conde Leandro.
La puesta en escena es frontal, los actores declaman durante los dos primeros actos contra el espectador, de forma muy marcada y enfatizando las poses como corresponde al modelo de la comedia del arte. Es en el tercer acto, inaugurado con un excelente monólogo de Tráppolo, cuando la obra cambia y Fassbinder transgrede lo esperado y experimenta con la obra y con el público; los actores empiezan a quedarse parados en mitad de sus diálogos, ensimismados e inhumanos, de repente sin la máscara de su personaje, y la trama veneciana a penas se resuelve en un par de compases. Es Tráppolo, testigo de todo, quien se desespera junto a la jukebox, y ejerce de resistencia ante ese auge de lo inhumano que se apodera de los otros personajes. Se va desacelerando la trama y la interpretación, los actores yacen inertes sobre el escenario e interrogan al público con la mirada. Tráppolo bebe bourbon y desenmascara el engaño, la mascarada, tal vez la hipocresía del teatro: “Si ni siquiera es whisky”. Tráppolo se desespera y de repente tiene un revolver en la mano. Mención merece la canción con la que acaba la función, el alegre banquero de Woody Guthrie.