‘La ciudad y los cerdos’: Corrupción city

Por Diego A. Vicente

La ciudad y los cerdos (Lengua de Trapo, 2013) es la segunda novela del salmantino Miguel Espigado (1981) –la nota biográfica lo sitúa en Pekín como profesor universitario–; en ella, el autor dibuja un contorno de tiza alrededor del cadáver de su ciudad natal para trasladarnos a la imaginaria Helmantic City –a bordo de un autobús del Servicio Express procedente de Capital City, cuyo confort es francamente mejorable–.

Exterior. Día. Plano general del condado. Un zoom nos acerca al casco antiguo de Helmantic City. Todo parece en orden. No se extrañen si está ciudad imaginaria guarda prodigioso parecido con la ciudad real: lo interesante está en las sutiles diferencias. Por ejemplo, en esta ciudad, según la describe el narrador, las hermandades sacan en procesión a Bryan en todas su variaciones: Bryan de la Agonía, Bryan Flagelado, Bryan Despojado, Bryan Yaciente… Nada es casual, pues hay en La ciudad y los cerdos mucho del humor kafkiano y quijotesco de los Monty Python. Deformación grotesca de una realidad devastadora que nos recuerda la excepcional novela de Pablo Gutiérrez Nada es crucial (Lengua de Trapo, 2010).

El argumento. Un grupo inclasificable de gente de lo audiovisual –entre ellos el presentador de perenne sonrisa Enric Morales y el prestigioso parásito y director de cine independiente Max Francia— desembarca en la ciudad con el loable objetivo de filmar un documental sobre la historia y los orígenes de Helmantic City. El proyecto está financiado –¡ay las financiaciones!– por la Fundación Cinematográfica Quinto Martín, producto del visionario plan fiscal del emporio jamonero del homónimo empresario.

Pronto el documental se torna en algo más abstracto y oscuro que devora al director y a su equipo de rodaje –Max empieza a crear secuencias de ficción poseído por un Terry Gilliam pasado de vueltas– y escapa del control de la Fundación Cinematográfica –ocupada en su particular juego de tronos con la Universidad Helmántica- .

Los personajes que crea Espigado son en su mayoría egocéntricos delirantes y sólo giran alrededor de su propio eje; el único tipo de relación humana al que se ven expuestos es la colisión, como esos cínicos seres de Houllebecq, que han desistido de intentar comprender el mundo o de comprenderse a sí mismos. Un exponente de ellos es Max Francia, cuyas introspecciones de artista/complejos de farsante lo convierten en un Quijote pretencioso del cine en formato digital.

[Entrevista a Miguel Espigado en Canal Castilla y León:]

La corrupción está detrás de cada punto y seguido de la novela: la corrupción política, la financiera, la personal y privada, la corrupción de las masas –se pinta una sociedad acomodaticia e inane– e incluso la corrupción del artista.

La narrativa de Espigado es muy ágil y combina un admirable estilo muy capaz del alarde literario –párrafos de impecable construcción y lirismo– con una divertida deconstrucción del costumbrismo. La trama zarandea a los personajes con la misma impunidad con la que la industria jamonera hacina a los cerdos en jaulas empotradas en camiones para trasladarlos y los lleva hasta la puerta misma del matadero. Pero siempre les aguarda una última oportunidad, una epifanía redentora que les da la oportunidad de cambiar el rumbo. Así le ocurre al prohombre Quinto Martín, con la embestida de un morlaco, o a Max Francia con el descubrimiento de un pajarito destripado en el suelo.

La ciudad y los cerdos plantea una sátira poco piadosa, corrosiva y estupefaciente de la enloquecida sociedad actual como subproducto del capitalismo –algo en común con un novelón de nuestra literatura más reciente: Crematorio, de Rafael Chirbes– de la que no escapa ningún tema de actualidad y que llega hasta acciones del grupo Anonymous y el movimiento del 15-M redux, (visionario Miguel Espigado al introducir una subtrama ambientada en el Vaticano y la corrupción de su banco, guest star: el Papa). La filosofía del tránsfuga, la caligrafía del estafador, todo el confeti que el capitalismo puede comprar sirven para poner a pochar el sistema para que se vaya haciendo en sus propios jugos.

La corrupción y los cerdos –la metáfora no puede ser menos inocente–: prueba de que todo esto que vemos se financia con la sangre de los pobres animales que dan su vida maniatados y enjaulados dentro de una megacadena de producción. ¿No les suena?