Lisbeth Gruwez, el lenguaje hecho cuerpo
Por 3 febrero 2013
Las luces se encienden, y de la nada aparece un cuerpo delgado, andrógino, con camisa blanca y zapatos de charol. Tras asegurarse de que su apariencia es impecable, se ajusta el cuello y avanza hacia el espectador. Su traje, aséptico, permite que la imaginación la vincule con cualquiera. Pero no lo es. Ella es Lisbeth Gruwez, la reputada bailarina, actríz y coreógrafa belga. El Teatro Central acoge su última creación, un monólogo de 45 minutos en los que del discurso y de la danza sólo quedan lexemas.
Poco queda de la formación clásica que recibió en su niñez. Aquellos años en los que movía su cuerpo al son marcado por el Stedelijk Instituut voor Ballet han quedado atrás en pos de la búsqueda de su propio lenguaje. Más sencillo es encontrar las trazas de sus años de danza contemporánea en P.A.R.T.S., aunque el estilo de Gruwez poco tiene que ver con lo que se enseña en la academia. Comenzó su carrera profesional de la mano de Última Vez, la compañía de Wim Vandekeybus, con la coreografía The Day of Heaven and Hell, donde tuvo la oportunidad de conocer al también bailarín y coreógrafo Iztok Kovač. Antes de embarcarse en su proyecto personal, trabajó con Jan Fabre, Grace Ellen Barkey, Sidi Larbi Cherkaoui.y el poeta Peter Verhelst. También ha desarrollado su faceta de actriz en la película Lost Persons Area, dirigida por Caroline Strubbe, una obra por la que fue nominada como mejor actriz en su Bélgica natal. El campo de la performance tampoco se le ha resistido, y a este ámbito pertenecen la obra L’Origine y la que hoy nos ocupa, It’s going to get worse and worse and worse, my friend. En 2007 fundó su propia compañía, llamada Voetvolk, que en español puede traducirse como infantería, con el músico Maarten Van Cauwenberghe.
Juntos han creado esta ingeniosa obra, mitad danza mitad teatro, en la que el discurso, tantas veces utilizado como arma política, queda deconstruido. La palabra, ese invento capaz de manejar a la masa, firmar guerras y levantar revueltas, también es capaz de elevar al orador a un estado cercano al trance. Embutido en el torbellino del habla, quien emite el mensaje no es poderoso por sí mismo, sino que, en ocasiones, depende del estado al que le transporta su propia palabra para poder proclamarse vencedor. La relación entre quien articula la palabra y la palabra misma es la base de este ejercicio. Gruwez baila al son de un discurso del televangelista americano Jimmy Swaggart, cuyo mensaje ha quedado reducido a fragmentos, colocados sin un sentido aparente sobre una base musical. Sus movimientos remiten a los gestos de políticos, dictadores y gobernantes, hombres caracterizados por sus discursos, capaces de cambiar el curso de la historia.
Como cualquier acto político, la puesta en escena comienza calmada, amable. La protagonista mira directamente al público, causando una suerte de vínculo entre su mensaje y los receptores del mismo. Y, pese a todo, el espectador sabe que es una farsa, y que realmente no puede verle, pues está sumido en la oscuridad que inunda las butacas. Sabe que no le está hablando a él, pero interioriza el mensaje. Igual que en la política. Poco a poco, el discurso se va tornando violento; el cuerpo comienza a convulsionar, ha llegado el éxtasis. La voz, antes vinculada al movimiento, se convierte en un eco. Pervive, pero parece que viene de lejos, de algún lugar remoto, de las afueras del cuerpo. Cuando los espasmos rozan los límites del dolor, se detienen, y el cuerpo, que parecía hundido, lejos de arrastrar sus jirones por el suelo, comienza a flotar.
En este salto cercano al vuelo, impulsado por el viento de los instrumentos, termina la homilía. El público aplaude con fiereza ante la pequeña obra de arte que acaba de presenciar. Igual que en un mitin. Al menos en esta ocasión los aplausos son bien merecidos; el reconocimiento perfecto a una pieza completa y cerrada, cercana al minimalismo, en la que todo funciona a la perfección.