Montero Glez, nervio y estilo
Por 17 enero 2013
Pura fatalidad. Parece que huele a crimen, a sangre rehervida; parece que unos labios se relamen la sal fina de una lascivia butanera en cada uno de los doce relatos que componen Polvo en los labios (Lengua de Trapo, 2012) del muchacho terrible de las letras españolas Montero Glez, bien nacido en la capital del reino pero proclamado andaluz por obra y gracia de Camarón, Conil de la Frontera y la manteca colorá.
Suelen ser los arrabales y sus tabernas infames, los hoteles de mal paso o las aguas negras del Estrecho, infestadas de patrulleras de la Guardia Civil, donde se cita el lumpen más violento y venéreo para jugarse el tipo con tal de conseguir algo que llevarse a la boca: casi siempre una mujer. Como el Roque de El último sacramento, contrabandista y pirata de fuera borda, que antes de embarcarse está a punto de echarle el trinquete a la Sole tras la barra del bar, en lo que es un calentón narrado con hilarante gallardía, digno de antología. El Roque, por conservar las fuerzas para el estraperlo nocturno se echa el freno con la Sole, sin saber lo pesado que se le va a hacer el relente de la noche.
Barrio de las Injurias es un relato negro de alcoba, negrísimo como el gato de Poe que Montero saca a pasear por los tejados del Madrid castizo y brutal de principios del XX; el mismo en el <<don Antonio Chacón reinaba en el cante>>, de quien se hablaba en las tabernas como se habla ahora de semejante mequetrefe goleador portugués. Justo cuando Mateo Morral estaba a punto de lanzar una bomba envuelta en un ramo de flores a la comitiva de Alfonso XIII. Pero eso ya lo contó Montero en la novela Pólvora Negra (Planeta, 2008), y que le valió el premio Azorín.
Estas estampas podrían enmarcarse dentro de un género, pongamos, el folletín sucio, que ya puestos, podríamos denominar también fornequín; en el que mandan los bajos fondos, donde las carnes morenas se persiguen sin tregua y el encelo ejerce tal poder que ni la misma Greta Garbo, escapa de su influjo. En El secreto de la Garbo podemos sentir la calentura de Mercedes de Acosta, española <<mujer de hombría>>, a la hora de trajinarse a la diva hasta un final que deja con la lengua fuera.
La mayoría de los personajes de estos relatos parece que han nacido con un nudo corredizo al pescuezo y son la zurrapa de la sociedad, como el Chosco, protagonista de La mascota, que nada más salir de la trena, se pone a secuestrar el perrito de una señoritinga de jurdeles para pedir un rescate. Un plan sencillo, parece. Por supuesto, la cosa se complica, claro; y es curioso cómo los animales sólo son traedores de mal fario en algunos de estos relatos.
Escribe jondo Montero, sin melindres, a jierro, y su prosa rebosa siempre de la catadura moral de sus personajes, que viven hirviendo por el crimen o por la carne, que se vende o se compra de estraperlo o se vence al deseo (Lulú) o a la desidia (Rubia de rabia).
La vida, como dice el narrador del relato Polvo en los labios cuando va por la Gran Vía <<es algo que pasa por la ventanilla de un taxi ajena al rumbo de sus personajes>>. Una anécdota que sólo podía narrar Montero (la de un toro lidiado en medio de la Gran Vía madrileña) servirá de nexo de unión entre el camello de Polvo en los labios y un trompetista de jazz, su cliente. El secreto de la muerte del trompetista sólo será descubierto por el camello años más tarde, en un final tan desolador como magistral.
Porque si Montero esta acertado con la muleta aún lo está más con el estoque, y remata los relatos con pulso y gracejo. Algunos hay hilarantes, como el de La mascota (lo que le espera al pobre Chosco). Y más contrito es el de El vestido de la Chata, bajo el cual la fortuna y la miseria se lamen las heridas bajo las enaguas, y en el que Montero aprovecha para tirar con sorna a la Corte de Madrid y sus peajes reales.
Inesperado también es el giro final de El vientre de Saturno, lo mismo que la última curva de Lulú, y de cómo ésta seduce a un mozo despeina flequillos de un hotel <<columpió su boca en el espejo para dirigirme una sonrisa>> para que sea su cómplice en un crimen con maletín de por medio.
Así son las historias de Polvo en los labios, golpes de genialidad del puño de Montero que escribe cada frase lo mismo que se afeita uno a navaja, mientras que la mayoría de escritores escribe de maquinilla eléctrica. Extraordinaria y valiente prosa la de Montero Glez, capaz de porfiar con la del más pintado y académico. Arte mayor, nervio y estilo.